Toda la representación corre a cargo de Álvaro Lavín, que llena con
creces el escenario. La escenografía es austera y emana vejez, decadencia. La dirección corre a cargo de Miguel Seabra y el texto es de Julio Salvatierra. Hay que decir que Lavín realiza un gran trabajo y se hace con el público desde el principio, modula la voz, cambia de registros y personaje. Pero así como el trabajo del actor es destacable, el texto, a pesar de su originalidad, no acaba de convencerme.
Cuando leemos Calisto, creo que todos pensamos inmediatamente en el ya inmortal personaje de La Celestina. Y acertamos: el amante o la parodia del amante cortés. La obra pone en escena la historia de la representación de La Celestina en diferentes países desde su nacimiento con diversos juegos como la mención de un exitoso galán con las mujeres que no es otro que Guillermito Shakespeare. Lo rompedor es que la historia nos llega de boca de Calisto-personaje.
Calisto, como personaje que es, mantiene una conversación con el actor q
ue va a representarle en ese momento. Esto es lo que llena de riqueza el discurso. Calisto habla de la grandeza de los personajes que trascienden la obra y se convierten en universales. En este juego personaje-actor-público se basan los cambios de voz de Lavín que, en su rol principal de Calisto, es una fusión del Nosferatu de Murnau y Gollum con voz de Francisco Rabal, por muy difícil que parezca imaginarlo.
Ese Calisto decadente y viejo, nos da una de las mayores enseñanzas de la literatura: hay que llegar a la esencia de los personajes.
Este tipo de diálogos entre personajes de ficción y seres "reales" siempre resultan rompedores, pero no son nada absolutamente nuevo. Siempre recuerdo los pasajes de esa gran obra de Unamuno, Niebla, en los que el personaje se rebela contra su propio autor, la ficción pretende superar a la realidad y, la verdad es que creo que algo se muere y nace en el autor cada vez que entierra a un ser salido de su pluma. Aquí va un pasaje de esa nivola en que dialogan don Miguel y Augusto, el problema se plantea también en términos metafísicos:
––¡Y tú no estás vivo!
––¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? ––y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
––¡No, hombre, no! ––le repliqué––. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.
––¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! ––me suplicó consternado––, porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
––Pues bien; la verdad es, querido Augusto ––le dije con la más dulce de mis voces––, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes...
––¿Cómo que no existo? ––––exclamó.
––No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.Al oír esto quedóse el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira a ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:
––Mire usted bien, don Miguel... no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.
––Y ¿qué es lo contrario? ––le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.
––No sea, mi querido don Miguel ––añadió––, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto... No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo...
––¡Eso más faltaba! ––exclamé algo molesto.
––No se exalte usted así, señor de Unamuno ––me replicó––, tenga calma. Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia...
––Dudas no ––le interrumpí––; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca.
––Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?
––No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era...
––Bueno, dejémonos de esos sentires y vamos a otra cosa. Cuando un hombre dormido a inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?
––¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador? ––le repliqué a mi vez.
"¿No ha sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?" Esta reflexión me lleva a enlazar con algo que salió en clase el otro día: hay personajes tan manidos y conocidos que se pasan al plano de la realidad sin apenas darnos cuenta, lo que provoca que, a veces, lleguemos a plantearnos si determinado personaje es realidad o ficción (aunque a veces se dan las dos cosas): ¿qué hay de Robin Hood?, ¿y del Cid?, ¿existió el rey Arturo y sus caballeros? A veces la frontera no está clara.
O, puede pasar algo todavía más curioso, que se confunda al autor con su personaje, así por ejemplo ocurre en las representaciones pictóricas de Cervantes y Don Quijote, son similares. Podéis contemplar la semejanza entre la muerte de Don Quijote y la de Cervantes, por ejemplo.


Os invito a reflexionar sobre el tema, dar vuestra opinión y aportar nuevos ejemplos sobre este tema.